Algunas de sus más recientes actuaciones legislativas, como la contrarreforma educativa del recompensadísimo Wert o la ley mordaza, recortando las ya maltrechas libertades ciudadanas, infundían serias sospechas de que el PP cedería a la tentación de despedirse del poder practicando una política “de tierra quemada”. Era esperable que, ante la más que previsible pérdida de la mayoría de gobierno en las próximas legislativas, pretendieran dejarlo todo atado y bien atado en una especie de venganza anticipada contra tan ingrata ciudadanía.
La sospecha pasó a convicción cuando a primeros de junio conocimos las cincuenta leyes que el gobierno de Rajoy, con su rodillo parlamentario, planeaba aprobar antes de septiembre; en apenas tres meses.
Lo que no sospechábamos es que iban a dejar el terreno sembrado de minas.
Minas como la reforma que, con todo sigilo y disimulo, acaban de perpetrar contra laLey 41/2002, de autonomía del paciente (LAP). Desde luego no han tenido el valor de plantearlo abiertamente. Han eludido el debate ciudadano y parlamentario al que habría dado lugar la ruptura unilateral del consenso social existente sobre esta norma fundamental, reguladora de las relaciones de la ciudadanía con el sistema sanitario. Lo han hecho como quien entierra una mina disimulándola entre el terreno; de forma encubierta, por la puerta de atrás de una ley, la de modificación del sistema de protección a la infancia y la adolescencia (Ley 26/2015, de 28 de julio), en vigor desde el pasado 18 de agosto. Concretamente, con su disposición final segunda.
Tratándose de un proyecto de este gobierno, no es de extrañar que una norma nominalmente protectora del menor, contenga restricciones y recortes de algunos derechos de los que gozaban dichos menores; como, en efecto, hace ésta. Es sabido que el PP nos priva de libertades y derechos en nuestro propio interés, para evitar que nos hagamos daño ejerciéndolos, como si de pistolas se tratase.
Más difícil era imaginar que ese afán protector de recortar derechos pudiera extenderse más allá del grupo poblacional al que se refiere la ley (niños, niñas y adolescentes) hasta alcanzar a toda la población, de cualquier edad, que tenga la desgracia de enfrentar el final de su vida sin capacidad para tomar decisiones. La jugada ha sido tan artera que, al parecer, ha pasado desapercibida para todos los grupos de la oposición quienes, a la vista de las enmiendas presentadas a dicha disposición final, parecen haber entendido que los cambios en la ley de autonomía del paciente se circunscribían a los menores. (Interesante, por cierto, sería conocer las razones por la que todos los grupos de la oposición parlamentaria daban por bueno el recorte de libertades a los menores emancipados y a los jóvenes de entre 16 y 18 años. Pero ésa es otra cuestión).
Pues bien, la citada disposición final segunda modifica sustancialmente, hasta desvirtuarlo, el artículo 9.3 de la ley de autonomía del paciente que regula el consentimiento por representación. Por decirlo sencillamente: hasta esta reforma, la LAP consagraba un modelo de relaciones sanitarias que ponía el consentimiento informado como eje y requisito imprescindible para cualquier actuación médica. Para garantizar la autonomía del paciente, la ley se aseguraba de que siempre tuviera voz, fuera para consentir o para rechazar una intervención médica. Si, como es lo habitual, el paciente tiene capacidad de obrar; directamente. Si ha perdido sus facultades, como ocurre cada vez más con el alargamiento de la supervivencia, la LAP admitía dos posibilidades: una, la redacción de un documento de instrucciones previas (o testamento vital) en que la persona otorgante expresa qué cuidados desea y, sobre todo, cuáles no desea recibir (rechazo del tratamiento), en caso de enfermedad grave que amenace su vida.
La otra posibilidad -ahora conculcada de hecho- era el consentimiento (o rechazo) prestado por representante legal, si lo hay, o por “las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho”. Personas del entorno del paciente que, conociendo los deseos expresados previamente por su representado, podían trasmitirlos al equipo asistencial.
Pues bien, lo que ha hecho la disposición final segunda es, simple y llanamente, limitar las decisiones posibles “atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente”, lo que descarta, evidentemente, la renuncia a cualquier método de sostén vital artificial.
Pero la modificación va más allá en el ataque a la autonomía del paciente: obliga al médico a poner en conocimiento del juez o del ministerio fiscal, aquellas decisiones del representante “contrarias a dichos intereses” (la vida o la salud) y, en el caso de que la respuesta jurisdiccional se retrase, lo que es la norma en nuestra saturada administración de justicia, “los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente”. Para rematar, aclara que los profesionales que actúen contrariando la voluntad sustituida, expresada por los representantes, estarán “amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad”.
Dicho en lenguaje común: Tanto en el caso de los adultos incapaces o incapacitados, como de los menores de 18 años, emancipados o no, el médico adquiere la potestad de valorar el mejor interés (que la ley marca como el mantenimiento de la vida o salud) del paciente y queda, además, obligado a denunciar judicialmente las voluntades que estime contrarias a ese interés y, por lo pronto, a poner en marcha las medidas tendentes al mantenimiento de la vida. El paternalismo hipocrático, resucitado.
El PP retrocede más de medio siglo recuperando el valor de la “sacralidad de la vida”, en su sentido biológico, desprovisto de toda consideración sobre dignidad ni calidad, como el valor supremo al que debe plegarse el estado de necesidad, imponiéndose así el mantenimiento de una vida indigna (por no deseada) y de sufrimiento.
Con este retroceso legislativo, calificado de inconstitucional por el profesor de Derecho Penal Joan Carles Carbonell, no sólo desaparece como opción de voluntad representada, la libertad de renunciar a un tratamiento “salvador”, también queda en entredicho una buena práctica médica como la limitación del esfuerzo terapéutico. Si el objetivo obligado (“cumplimiento del deber”) es mantener la vida o salud, el concepto de futilidad de un tratamiento (el que sólo sirve para mantener una situación pero no puede resolverla) se desdibuja hasta desaparecer.
Un comentario final: es imprescindible y urgente hacer el testamento vital, rechazando cuantas medidas no deseemos sufrir. Ya no podemos confiar en que el médico que nos asista cumplirá con nuestro deseo expresado por nuestros familiares. Incluso los más sensatos y humanitarios estarán bajo la mirada atenta de sus colegas fundamentalistas que, con este cambio, han recibido el espaldarazo del PP. Quien no tenga testamento vital se arriesga a pasar sus últimos años con una sonda de alimentación y maniatado para que no pueda quitársela. Oponerse a ello con esta ley en vigor será una tarea titánica para nuestros familiares.
Resulta urgente movilizarse contra este nuevo atropello, empezando por los partidos políticos que se han dejado meter este gol del PP.