Por Jesús Jaén Urueña
Cada aniversario del 14 de abril recibimos mensajes sobre la II República. Muchos de ellos, fotos, vídeos o canciones. Debo confesar que no me siento especialmente emocionado por ellos. Las imágenes de una Puerta del Sol repleta de gente con la bandera tricolor me motiva mucho menos que la de los mineros asturianos de 1934, o las del 19 de julio de 1936 cuando miles y miles de obreros, salieron a defender su república, y no la de esos burgueses pusilánimes que miraban hacia otro lado cuando los militares africanistas preparaban el golpe de estado.
Hoy, mi propuesta republicana, no es el himno de Riego ni la tricolor, sino una transformación social y democrática profunda del actual modelo de Estado. Mi propuesta republicana no iría dirigida a la nostalgia, ni siquiera principalmente a mi generación o la anterior, sino a esas otras generaciones que nacieron después de la aprobación de la Constitución de 1978. Si tengo que elegir una bandera prefiero que sea con los colores violeta, verde y rojo. Si tengo que escoger un himno prefiero que se elija democráticamente entre aquellas personas que lo tengan que oir más veces a lo largo de sus vidas. Y, todo esto, sin detrimento del pasado.
Mi padre era socialista y republicano, como la mayoría de la familia. Me crié en esos años de transición de la dictadura militar; entre el crepúsculo del franquismo y el despertar de una generación democrática. Hasta muy tarde, en mi casa no se hablaba de la guerra civil que, tanto mis abuelos como mis padres, habían vivido muy de cerca (por supuesto, en el bando de los vencidos). A pocos minutos de la casa donde nací, se habían establecido (veinte años antes) las líneas de defensa de Madrid; esa muralla humana donde murieron miles y miles de civiles y milicianos defendiendo la capital de las tropas fascistas. El más ilustre de todos, Buenaventura Durruti, el dirigente anarquista que había venido con su regimiento desde el frente de Aragón a Madrid. Allí cayó asesinado donde hoy se levanta el Hospital Clínico.
La guerra civil y la República siempre las tuve asociadas al silencio y a las canciones que me enseñó mi padre. Tuve que esperar muchos años hasta que me empezaron a contar sus historias de guerra y posguerra. Una bomba había destrozado la casa y había obligado a la familia a mudarse. Y, como todavía cuenta mi madre, lo peor vino con el régimen de Franco: no hay peor guerra que el hambre.
A los 17 años cambió totalmente mi percepción de las cosas. Entré a formar parte de la Liga Comunista Revolucionaria. La dictadura, la guerra, la República; dejé de verlas como algo personal. Al fin y al cabo formaban parte de un todo, junto a otros grandes hechos como por ejemplo la guerra de Vietnam.
Los trotskistas de la LCR decíamos en 1972 que la Península Ibérica, era el “eslabón más débil de la cadena imperialista”. Por lo tanto, se trataba de luchar no por una “república burguesa”, sino por la revolución socialista que en el Estado español, tomaría la forma de una Huelga General Revolucionaria. Siguiendo los escritos de Trotsky para España: no se trataba de cambiar a un rey por un presidente, sino liberar a toda la sociedad de las inmundicias del feudalismo; es decir, seguir la estela del partido bolchevique en la Rusia de 1917. Desde aquellos años han pasado muchas cosas en las que no me pienso detener. Mi relato nostálgico acaba aquí y comienza con la abdicación de Juan Carlos I y el nombramiento de Felipe VI al trono dinástico.
Tengo motivos para pensar que hay un antes y un después en la Monarquía, que hemos vivido una etapa de resplandor y que ahora hemos comenzado el ocaso. El Régimen salido del franquismo gozó durante treinta años de un apoyo y un consenso social inéditos. Tanto desde el punto de vista de los partidos, organizaciones sindicales y empresariales. El poder militar y los jueces, hicieron de la Monarquía juancarlista una cuestión de causa belli. Los medios de comunicación apoyaron al rey y crearon una leyenda en torno a hechos como el 23-F. ¡Pero no solo eso! Ese consenso también se extendió a las clases sociales, desde las élites económicas hasta las clases trabajadoras, y por supuesto las clases medias. Quizás con la única excepción de los sectores nacionalistas populares de Euskadi y Cataluña.
A partir, aproximadamente, del año 2010 el panorama empezó a cambiar. Ello se debió a tres causas fundamentales. La primera el estallido de la crisis económica de 2008 (la más grave desde la guerra civil). La segunda, el conflicto catalán. Y la tercera, los escándalos de la familia real y muy particularmente del patriarca (hoy emérito).
Hoy, Felipe VI, ya no goza de la inmunidad social y política de su padre. Las críticas a la Corona no se limitan al nacionalismo catalán y vasco, sino también a sectores de la izquierda. Pero todavía queda un escudo político y social importante (por eso me he negado a ver los acontecimientos de estos años como la crisis terminal del régimen del 78). Quedan todas las derechas españolas y queda, sobre todo, el PSOE, al menos sus cúpulas, que actúan de amortiguador de la crisis. En la España de hoy no concibo un cambio de régimen sin involucrar al PSOE y seguramente a una parte de las derechas que no liguen su futuro exclusivamente a la “unidad de España”.
Pero la cuestión no es establecer meras hipótesis teóricas, sino trazar vías para acortar los tiempos de Felipe VI. Creo que un republicanismo pasa, aquí y ahora, por expresar en forma de reivindicaciones las profundas transformaciones que necesitamos en estos momentos. Las clases trabajadoras y populares nunca se unirán a ninguna República si no es para vivir más dignamente que con la Monarquía: Trabajo, vivienda, servicios públicos, en definitiva, acabar con las desigualdades sociales y el desigual reparto de la riqueza. Lo mismo en el caso de la igualdad de género o en la defensa del medio ambiente.
En segundo lugar y, no por ello menos importante, es necesario dar una solución histórica a la cuestión nacional. La ciudadanía de Cataluña y Euskadi deben tener el derecho a decidir libremente sobre su futuro. Del resultado de esas consultas dependerá la relación política e institucional,y por supuesto, todo un nuevo encaje constitucional.
Por último, creo que la mayoría de la ciudadanía ya no cree en el actual sistema basado en unos partidos y una casta política alejada de la realidad. El movimiento 15M abrió un enorme caudal de críticas y propuestas: las listas abiertas, los referéndum, la eliminación de la ley de D`Hont y del Senado, las limitaciones de los mandatos por parte de los diputados, alcaldes, concejales, y en los gobiernos, la revocabilidad de nuestros representantes por medio de consultas directas, la asignación de sueldos que no excedan a los de un salario medio. De la misma manera, es necesaria una transformación democrática en el poder judicial, mandos del ejército y fuerzas de seguridad.
El 14 de abril de 2021 no debería ser un día para la nostalgia. Deberíamos mirar el futuro para transformar el presente.