La defensa de la salud pública necesita otra economía

Carmen San José (médica de familia)

Fernando Luengo Escalonilla (economista)

Público

El dilema entre salud y economía, que nos obliga a elegir entre una u otra, a pesar del sentido común que parece latir en esta afirmación, es falso y equívoco.

Hemos comprobado en los últimos meses que la pandemia puede quebrar la economía (interrupción de las cadenas de aprovisionamiento de las firmas, brusco desplome de los mercados, cierre de establecimientos, masiva destrucción de puestos de trabajo, notable caída del consumo y de la inversión); y a la inversa, que la precipitación por volver a la “normalidad” económica, intentando restablecer las condiciones previas a la irrupción de la covid-19, puede tener consecuencias muy negativas en términos de salud (extensión de los contagios y aumento de la mortalidad). Creemos, no obstante, que instalar nuestra argumentación en ese dilema nos lleva a conclusiones erróneas.

En las últimas décadas, con gobiernos conservadores y socialistas, se han aplicado políticas que empeoraban la salud colectiva, que es la que nos importa a la mayoría de la población y que constituye una pieza clave en las políticas de igualdad. El ejemplo más claro se encuentra en las denominadas políticas de ajuste presupuestario (ajuste que, por cierto, no han conocido los poderosos), justificadas en la necesidad de liberar recursos desde el “ineficiente” sector público y dirigirlos hacia el “eficiente” sector privado, para, de esta manera, fortalecer el crecimiento económico.

Instalados en este mantra, que se ha demostrado completamente falso, los sucesivos gobiernos, con la bendición y exigencia de las instituciones comunitarias, han aplicado drásticos y continuos recortes en las partidas sociales y, más concretamente, en las destinadas al Sistema Nacional de Salud. Todo ello formaba parte de una estrategia, aplicada sin contemplaciones, consistente en entrar a saco en el espacio social público para convertirlo en negocio, en mercado, favoreciendo las subcontrataciones y privatizaciones.

Hay que insistir en este punto, porque la vieja economía, la que ha prevalecido en las últimas décadas, es culpable del deterioro de la sanidad pública, y del conjunto de los servicios sociales (un ejemplo dramático de esta situación la hemos podido comprobar en las Residencias de Personas Mayores); también del aumento de la desigualdad y de la pobreza, de la degradación de las relaciones laborales y de los ecosistemas. Ha sido una economía contra la vida, de la que se han beneficiado las elites. Los partidos y gobiernos responsables de aplicar esas políticas ahora dicen defender la salud pública, pero la realidad es que han sido un factor clave en su erosión.

El resultado es que nos encontramos con un sistema sanitario sumamente debilitado para afrontar la lucha contra la pandemia. Cuando se escriben estas líneas, la covid-19 está muy lejos de haber sido controlado (de hecho, se encuentra en pleno proceso de expansión) y todavía está causando estragos entre la población.

Pero no se trata sólo de la pandemia. Hay un problema general sanitario, exacerbado porque buena parte de los recursos disponibles, claramente insuficientes, tienen que dedicarse a enfrentar su progresión, a la espera de que estén listas vacunas o tratamientos eficaces. Mientras, la ciudadanía asiste impotente al aplazamiento de consultas de especialistas y de intervenciones quirúrgicas que ya estaban programadas, a la demora de citas en la Atención Primaria, o a la sustitución de las consultas presenciales por consultas telefónicas; en este contexto, todas las patologías se agravan y ganan fuerza otras relacionadas con la tristeza, la ansiedad, la soledad, la depresión… El resultado es que el estado general de salud de la población empeora y aumentan las cifras de mortalidad.

Desgraciadamente, todo esto ocupa un segundo plano o simplemente se omite. Buena parte del debate político (que se ha convertido en un exasperante rifirrafe de acusaciones recíprocas) y de la atención de los medios de comunicación están centrados en las cifras de la pandemia, cuyo significado real muy pocos comprenden, o en la pertinencia y duración de las medidas de confinamiento.

Es en esta situación cuando necesitamos reivindicar con fuerza la economía. No la vieja, la que ha fracasado, la que es responsable de la pandemia, la que defiende los privilegios de las elites, la que, en definitiva, promueven los que pretenden retornar cuanto antes a la normalidad del “business as usual”. El fortalecimiento de la sanidad pública -la que ha demostrado que salva vidas- necesita de la “buena economía” y un gobierno comprometido con la misma… Pero no parece que a esto apunte el Plan Presupuestario para 2021 enviado por el ejecutivo a Bruselas.

El desafío que tenemos por delante no se resuelve con medidas solo de confinamiento, que pueden ser necesarias en momentos como el que estamos viviendo (estamos asistiendo a un preocupante crecimiento en el número de contagios). Éstas herramientas excepcionales solo tienen sentido, sólo son útiles, si al mismo tiempo se implementa un ambicioso plan de emergencia, sostenido con fondos públicos, destinado a contratar personal, con remuneraciones decentes, en los distintos Servicios de Salud, reforzando aquellos sectores que se han demostrado claves para atajar la pandemia como son la Atención Primaria y la Salud Pública; mejorar con urgencia las infraestructuras, tan deterioradas por los recortes, para poder atender a la población con seguridad; y hacer acopio del material necesario para que no se repita lo vivido en la primera ola.

La suspensión temporal del Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento, los bajos tipos de interés y la financiación que recibirá nuestro país de la Unión Europea con cargo al Fondo de Recuperación para Europa ofrecen al gobierno un amplio margen para actuar en esa dirección. Para complementar los recursos anteriores y para que la acción del gobierno esté presidida por criterios de equidad, ese margen puede y debe ampliarse con medidas destinadas a introducir más progresividad en el sistema fiscal. Estas medidas son, por lo demás, imprescindibles si no se quiere que el necesario esfuerzo presupuestario dispare al alza una deuda pública que ya se encuentra en niveles muy elevados y que puede terminar suponiendo una pesada hipoteca para la acción gubernamental.

Esta es la buena economía que hay que reivindicar con fuerza. De las derechas no esperamos nada. Somos consciente de que tan sólo buscan emponzoñar el clima político en el contexto de una estrategia que no tiene otro objetivo que poner contra las cuerdas a este gobierno y, si es posible, derribarlo. También sabemos que allá donde gobiernan aplican políticas para acabar con la sanidad pública y crear espacios de negocio para el sector sanitario privado. Son la izquierda política, los partidos que se reclaman progresistas, los movimientos sociales y la ciudadanía organizada los que tenemos que estar a la altura de este inmenso desafío, consistente en impulsar políticas que beneficien la salud colectiva y que, en definitiva, pongan a las personas en el centro de todo.

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