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Marta Maroto Follow @_martamaroto_
‘Matasteis nuestros sueños’, reza un grafiti como bienvenida en uno de los muros de Moria. Situada en la isla griega de Lesbos, Moria es una antigua prisión reconvertida en centro de primera recepción e identificación para los miles de migrantes que siguen cruzando el Egeo en barcas de plástico desde Turquía.
El aumento de las llegadas registrado en 2019 y el bloqueo del Gobierno griego, que impide a los solicitantes de asilo viajar a la península, ha creado un campamento informal con centenares de tiendas de campaña que se extienden de manera irregular alrededor del campo oficial. Este lugar ya es conocido por muchos de sus habitantes como “la jungla”, en recuerdo al campo de refugiados de Calais en Francia.
Ambos campos, formal e informal, ya acogen a más de 18.000 supervivientes, de los cuales 14.000 duermen en tiendas de campaña o recursos improvisados, según las cifras de Acnur. Alrededor del 42% son niños.
Despunta el mediodía en el puerto de Mitilini, la capital de Lesbos, y decenas de personas se arremolinan a las puertas del autobús. Ali Haida, iraquí de 21 años, acaba de volver de la sede de la Oficina Europea de Apoyo al Asilo (EASO), donde ha enseñado el pasaporte de su hermano mayor, que vive en Alemania. Su amigo Ali Althaferi, también iraquí y de la misma edad, se ha acercado a la ciudad para comprar algo que le calme la tos. Los dos vuelven juntos al centro de Moria, donde viven desde hace uno y tres meses, respectivamente.
El viaje de veinte minutos en el autobús es un anticipo de lo que será el campo de refugiados: una mezcla imprecisa de nacionalidades y lenguas, madres con carritos de bebés, conversaciones por teléfono en voz baja y riñas.
La “jungla” se extiende desde uno de los laterales y la parte trasera de la prisión de Moria, colinas de olivos que las ONG han tenido que ir alquilando y ahora tratan de adecentar cubriendo el suelo de piedras y palés, para evitar que la llegada de las lluvias lo convierta todo en barro. Cuando las familias son registradas, las autoridades suelen estar tan saturadas que apenas les entregan una tienda de campaña, mantas y les dicen que busquen un lugar donde asentarse, explica Aris Vlachopoulos, director de Attika, el mayor almacén de ayuda humanitaria de Lesbos.
Y así va creciendo el campo, tienda sobre tienda. En ocasiones, en apenas tres metros cuadrados conviven hasta seis miembros. A veces, cuando alguna familia se marcha cede su espacio a sus vecinos y de vez en cuando también aparecen varias tiendas en círculo, recintos vallados con tablas precarias de madera donde comer y hacer vida juntos.
Las partes más antiguas y mejor organizadas del asentamiento, cercanas a la carretera, se han cubierto de cableado y generadores para dar luz y permitir cocinar. Repiquetea el sonido de las obras en la calle principal, la que recorre el muro externo de Moria, que se está abriendo por secciones para instalar una inmensa tubería de agua. Los niños juegan en los montones de piedras y arena de los materiales de construcción, y entre varios arrastran cajas de botellas por la pendiente.
La arteria principal, apenas dos metros de ancho entre el vallado del campo oficial y el comienzo de la jungla, está llena de mercadillos de verduras, ropa y tabaco, peluquerías, una guardería y hornos de pan, huecos excavados en la tierra de los que a cualquier hora sale humo y sobre los que grupos de mujeres se afanan. Cada pocos metros se concentran puntos de recogida de basura, que gestionan voluntarios del campo. Hay una zona con duchas y varias de hileras de baños químicos, que están en pésimas condiciones, hay uno por cada cien personas.
Aziz (nombre ficticio) y sus hermanos acaban de terminar de nivelar el suelo en el que van a colocar la tienda de campaña, que da cobijo también a la mujer de uno de ellos y su bebé. Pese a que llevan varios meses en Lesbos y tienen una pequeña a su cargo, no han conseguido un espacio dentro de las instalaciones oficiales del campo, donde las condiciones son un poco mejores. Aunque hay muchas familias viviendo en tiendas de campaña, la mayoría lo hacen en contenedores metálicos, que tienen diferentes habitaciones y servicio.
El recinto de Moria se construyó para albergar un máximo de 3.000 personas, lo que significa que ahora, con 18.000, está a cerca de un 470% por encima de su capacidad. La mayoría de los que viven dentro del recinto oficial tienen perfiles considerados vulnerables, como menores no acompañados, mujeres que han viajado solas o han sufrido violencia y familias con bebés.
Hay también una prisión cerrada para aquellos que van a ser deportados a sus países de origen o a Turquía, o que han cometido algún delito —que en muchos casos tiene que ver con tratar de salir de la isla en los contenedores de carga del puerto—. En la cárcel habría unas 80 personas, según estimaciones de Lesbos Legal Center, una ONG que ofrece apoyo jurídico.
A lo largo del 2019, la ruta hacia Grecia se convirtió de nuevo en la primera puerta clandestina de entrada a Europa, tras recibir a 74.348 personas. El 85% de los recién llegados son potenciales refugiados, pues proceden mayoritariamente de Afganistán y Siria.
“Todos los días viene alguna mujer violada”
Nastaran Akhlaghi lleva tres meses viviendo en la jungla de Moria, a donde llegó con sus padres y su hermano menor. Tiene 16 años y es afgana. “Todo ha sido difícil”, cuenta en perfecto inglés en alusión a los años que lleva huyendo con su familia. “Moria es peor que Irán”, dice la adolescente. Como ella, la mitad de la población del campo procede de Afganistán, según estiman las ONG, y han llegado a Lesbos en una ruta migratoria similar: de Afganistán o su frontera difusa con Pakistán a Irán, de ahí a Turquía y después en bote a Grecia.
Mientras Nastaran relata su historia y cómo es la vida en el campo, Samira Rezaei, que tiene 15 años y llegó hace nueve meses, se acerca y señala una cicatriz muy cerca de su ojo derecho. Regresaba a su tienda cuando comenzó una pelea y le lanzaron un cristal, traduce su amiga, que denuncia sentirse insegura en Moria. “Todo aquí es una pelea”, se une a la conversación Zeinab Hosseini junto a su hermana Rahele, tienen 14 y 16 años, llevan aquí tres semanas y se describen como fanáticas del rap alemán.
Las chicas explican que hay enfrentamientos casi a diario, bien en las colas para recoger la comida, que suelen durar varias horas y no llega para todo el mundo; o por las noches, cuando algunos hombres solos, después de meses encerrados en la isla sin posibilidad de trabajar, se emborrachan. El grupo de adolescentes conocen a mujeres que han sido agredidas y señalan que tanto la policía como las ambulancias griegas evitan entrar al campo. En la carretera que llega al centro de migrantes, a poca distancia de la puerta principal, hay instalado de manera permanente un furgón policial de agentes antidisturbios, que son los encargados de la seguridad.
Las mujeres suponen la mitad de la población del campo y es uno de los colectivos más vulnerables por el riesgo de sufrir violencia sexual. La falta de iluminación y vigilancia por las noches hace que no sea seguro ir al servicio de madrugada, y muchas optan por utilizar pañales para evitarlo. Nastaran despierta a su padre para que la acompañe si necesita ir al baño.
La falta de espacios y zonas seguras para las mujeres ha convertido la consulta de la organización Rowing Together en un punto de encuentro para ellas. La ONG española ofrece atención primaria y ginecología a las mujeres del campo y las voluntarias están acostumbradas a tratar casos de agresiones sexuales. “Todos los días viene alguna mujer que ha sido violada” en algún momento de su ruta migratoria, explica la médico, “es el precio que tienen que pagar por salir de sus países”. Si la violación ha ocurrido en los últimos cinco días, las mujeres suelen ser derivadas a las llamadas zonas seguras, contenedores metálicos dentro del campo de Moria con mayor vigilancia.
El trabajo habitual de la ONG, que comparte espacio con Médicos Sin Fronteras fuera del recinto oficial, consiste en tratar infecciones de orina y vaginosis, habituales por la falta de higiene, poner DIUs y hacer seguimiento del embarazo. La mayoría no quieren quedarse embarazadas y dar a luz en un campo de refugiados, donde tienen que dormir sobre mantas y esterillas porque no tienen un colchón. Sin embargo, hay algunas mujeres que sí: “Llevan toda la vida migrando y esta es su manera de vivir”, asegura la coordinadora de la ONG. Además, saben que así aumenta su vulnerabilidad y tienen mayores posibilidades de conseguir sus papeles más rápido.
La burocracia de las islas, colapsada
Las llegadas siguen aumentando y Moria continúa creciendo. El nuevo alcalde de Lesbos ganó las elecciones en junio con la promesa de cerrar el campo. A nivel estatal, el Gobierno de Nueva Democracia también esbozó en campaña sus recetas para descongestionar las islas: mayor control fronterizo, acelerar los procesos de asilo y las deportaciones, tanto a los países de origen como a Turquía, y trasladar migrantes a la península.
El fin del sistema de cuotas en septiembre de 2017 con el que Europa pretendía repartir a aquellas personas que pudieran acogerse a la protección internacional dejó a los refugiados con la única opción de pedir asilo en Grecia si querían evitar ser devueltos. Grecia tramita a día de hoy cerca de 75.000 peticiones de asilo, según datos del Gobierno. La mayoría se gestionan en las islas, ya que a las personas que llegan desde Turquía se les aplica una restricción geográfica que les impide viajar al continente hasta que su proceso de asilo ha finalizado (los casos vulnerables son una excepción), explica Vasili Psomos, abogado de Legal Center Lesbos.
“La ley de asilo envía un mensaje claro a aquellos que saben que no tienen derecho al asilo pero intentan ingresar a nuestro país: volverán a su tierra”, afirmaba el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, después de que el uno de noviembre el Parlamento griego aprobara una nueva ley de asilo con la pretende acelerar la resolución de los procesos. El texto ha sido criticado por ACNUR y varias organizaciones defensoras de los derechos humanos, que han señalado la “carga excesiva” y las “medidas punitivas” que la reforma supone para los solicitantes de asilo.
La nueva legislación endurece las condiciones para otorgar el asilo. “En algunas circunstancias sería tan complicado apelar contra el rechazo (de una solicitud de asilo) que el derecho para hacerlo recogido en la legislación internacional y europea estaría seriamente comprometido”, según el representante del ACNUR en Grecia, Philippe Leclerc. Psomos cita como ejemplo del aumento de las trabas que la nueva ley elimina los casos de enfermedades post-traumáticas como consideración de vulnerabilidad.
La insistencia en acelerar la resolución de las solicitudes tiene que ver con la promesa del Gobierno de Nueva Democracia de que deportará a 10.000 personas hasta finales de 2020. En cuanto a este aspecto de las devoluciones, el acuerdo firmado entre Bruselas y Estambul no termina de aplicarse por completo, continúa el abogado: “Hay una zona gris, porque Turquía no está aceptando las solicitudes de devoluciones desde Grecia”.
Desde su entrada en vigor hasta día de hoy se han retornado a cerca de 2.000 personas, y pese a la promesa de acelerar estos trámites, en septiembre solo han sido devueltas siete personas. “El Gobierno quería firmar el acuerdo con Turquía para mandar el mensaje de que dejaran de llegar migrantes, pero no tenía voluntad real de aplicarlo”, prosigue.
Todavía es pronto para evaluar la aplicación y la efectividad de la nueva normativa, que no entrará en vigor hasta el año nuevo, considera Psomos. El abogado concluye que la dificultad y variaciones que ha sufrido la normativa con respecto al asilo en los últimos años lo que, sumado al colapso burocrático y a la propia crisis económica griega, genera situaciones de incertidumbre y desconocimiento entre los solicitantes de asilo. Mientras el Gobierno griego, con mayoría absoluta dentro de la cámara, se esfuerza en buscar soluciones, 14.000 personas soportan, al margen, el invierno en una tienda de campaña.