Si dejas que privaticen los cuidados, la honestidad, la igualdad y el esfuerzo te vas a enterar de que conservarlas no sale a cuenta
Nuestras vidas son los ríos que van a morir a un hospital. Eso lo entendimos ya de escolares. Lo que no sabíamos es que llegaría un tiempo de repugnancia máxima en el que hasta con nuestra enfermedad y nuestra muerte algunos harían negocio. Para los madrileños primero fue la privatización de la funeraria. Nadie hará películas ni series de aquel Chernóbil, que tuvo su juicio, su prescripción, su condenita, sus miserables cinco minutos de indignación colectiva. Llegó tras apropiarse de la palabra libertad quienes solo aspiran a que gocen de libertad los que tienen dinero para pagársela. Pero su discurso ha triunfado. Que se lo digan al saliente Ayuntamiento de Madrid derrotado tras una histórica reducción de deuda con honesta gestión. Han perdido votos, según dicen, por esa libertad imprescindible para que los coches caros puedan detenerse en doble fila y sacar dinero del cajero allá donde se les ponga en la punta del parachoques. Ese mismo amaño de libertad grita a los cuatro vientos que los ciudadanos tienen derecho a elegir sus médicos, sus hospitales, su farmacia. Ya vamos aprendiendo lo que eso quiere decir. Desmontar lo público en beneficio privado.
Los que vivieron en Estados Unidos ya saben que allí la causa primordial de bancarrotas familiares es el esfuerzo por costearse una cura médica. La libertad de elegir culminó en la mayor diferencia conocida entre la esperanza de vida de un paciente con dinero y la de un paciente sin dinero. Los apóstoles de esa causa triunfan cada día, pasito a pasito, al convertir a España en ese paraíso falso donde se especula con tu quimioterapia. Ahí no hay diferencias entre los independentistas de Waterloo y los españolazos de Chamberí, el negocio para sus amigos y la salud para el que pueda costeársela. El último episodio de esta gamberrada con corbata lo hemos sabido por la exposición mediática del estado en el que llegan las sábanas y los camisones a los hospitales públicos de Madrid después de pasar por el servicio de lavandería privado que ganó el concurso de gestión entonces y ahora podría ganar el concurso de vergüenza, si aún nos quedara un átomo de capacidad de escándalo. Ropa desgarrada, sucia, dobladita y planchada con manchurrones de sangre, caca y pis. El triunfo de la optimización de los recursos.
Pero la sorpresa llega cuando, después de hojear los periódicos que se hacen eco de la protesta de los responsables hospitalarios y de las declaraciones de los abochornados trabajadores de las lavanderías, cuesta encontrar dos datos obvios. El nombre de la empresa concesionaria y el destino que la vida le ha concedido al consejero de Sanidad que privatizó los servicios de lavandería hace seis años. Hace décadas, en las casas más humildes se utilizaba una sábana para amortajar el cadáver del familiar fallecido. Esa sábana estaba limpia. Puede que no tuvieran nada, ni un electrodoméstico caro en la casa ni una conexión a plataforma televisiva, pero tenían las sábanas limpias. No, no vamos hacia delante, salvo en aquello que interesa al negocio. La dignidad no cotiza en los mercados. Ya lo sabíamos de atrás. Si dejas que privaticen los cuidados, la honestidad, la igualdad y el esfuerzo te vas a enterar de que conservarlos no sale a cuenta. No es lo mismo hacer negocio con las cosas del mercado que con las cosas de la vida. Enhorabuena y a seguir por el camino de la Norteamérica del desamparo y la desigualdad.