Un artículo de Anguita, Monereo e Illueca sobre el Decreto Dignidad en Italia hizo saltar todo un repertorio de contestaciones que, desbrozadas algunas de ellas de ironías y tergiversaciones, van aportando las piezas para comprender la complejidad del contexto en el que se debe repensar «la izquierda»
Señalar el carácter xenófobo y combatirlo sin tapujos no debe obviar la necesidad de confrontar con el neoliberalismo globalizado e identificar con nitidez los elementos de insostenibilidad estructural
En las últimas semanas se ha generado un necesario, aunque gratuitamente agrio, debate sobre algunas cuestiones nodales cara a construir un movimiento emancipador e incluyente.
Un artículo de Anguita, Monereo e Illueca sobre el Decreto Dignidad en Italia abría la caja de los truenos e hizo saltar todo un repertorio de contestaciones que, desbrozadas algunas de ellas de ironías, tergiversaciones y descalificaciones, van aportando las piezas necesarias para comprender la complejidad del contexto en el que se debe repensar «la izquierda».
Quisiera aportar algunas circunstancias y datos que no deben faltar en los análisis y que aportan luz para comprender algunas de las grandes tensiones que cruzan los movimientos emancipadores.
La economía es un subsistema del medio natural en el que se inserta y no al revés. Tanto por el lado de la extracción como por el de los sumideros, nuestro planeta se encuentra en una situación de translimitación. Eso significa que el tamaño de la esfera material de la economía está condenado a disminuir. En consecuencia, el crecimiento económico, hasta el momento directamente acoplado al uso de materias primas y a la generación de residuos, se estanca y retrocede inevitablemente.
La mejor información científica disponible apunta en esta dirección, pero, por el momento, la mayoría de la izquierda está viéndolas venir y son los sectores más privilegiados los que se están preparando, con urgencia y en su propio beneficio, para seguir manteniendo su estatus en el contexto de crisis global que tenemos delante.
Parte de la izquierda obvia o reduce la dimensión de la crisis material por ignorancia, pereza, miedo a lo que supone o simplemente porque no se tiene ni idea de cómo meterle mano. Se siguen planteando las salidas a la crisis confiando en un crecimiento económico sostenido que, bajo la lógica productiva actual, no se va a dar. No encarar el debate con toda la crudeza no va a hacer que el problema desaparezca. Más bien supone perder tiempo y capacidades para diseñar políticas significativas que protejan a las mayorías sociales y, sobre todo, deja huecos vacíos que están ocupando deliberada y planificadamente, como bien se advertía en los artículos que desencadenaron el debate, sectores xenófobos de ultraderecha.
La mirada del ecologismo social permite reflexionar desde otro ángulo. Los movimientos migratorios emergentes, presentan diferencias con los del pasado. Hoy se está produciendo una acelerada pérdida de hábitat causada por la expropiación de la tierra, el envenenamiento de suelos, aire y del agua a causa de los extractivismos, la agricultura y ganadería intensiva, y la violencia extrema causada por guerras formales e informales, enormemente asimétrica. Sumado a lo anterior, el cambio climático, disminuye aún más el espacio habitable. Todo ello provoca expulsiones de comunidades enteras de los lugares que habitan. No hablamos ya, por tanto, solo de personas que migran buscando una vida mejor y que esperan enviar remesas a casa o de refugiados por persecución política, sino también de desplazamientos forzosos y masivos por pura supervivencia. Cuanto más inhabitables se tornan los territorios, más personas –también otras especies– se ven obligadas a salir de ellos. No se puede permanecer y no existe un espacio habitable y seguro al que se pueda volver.
Estos procesos no son nuevos en la historia del capitalismo. Sin embargo, la escala ha aumentado de forma exponencial. A partir de los ochenta, el capitalismo mundializado ha «perfeccionado» los mecanismos de apropiación de tierra, agua, energía, animales, minerales, urbanización masiva, privatizaciones y explotación de trabajo humano. Los instrumentos financieros, la deuda, las compañías aseguradoras, y toda una pléyade de leyes, tratados internacionales y acuerdos constituyen una verdadera arquitectura de la impunidad que allana el camino para que complejos entramados económicos transnacionales, apoyados en gobiernos a diferentes escalas, despojen a los pueblos, destruyan los territorios, desmantelen la red de protección pública y comunitaria que pudiese existir y criminalicen y repriman las resistencias que surjan.
Silencio socialdemócrata y de parte de la izquierda
Con el silencio y complicidad de las socialdemocracias y una parte significativa de la izquierda, todo se convierte en una mercancía y se impone un derecho corporativo global, que vigilan férreamente organizaciones supranacionales como el FMI, en Banco Mundial, la OMC y, entre ellas, de forma especial la Unión Europea, un proyecto que desde sus inicios se articuló sobre el capital y la guerra.
En este contexto se produce un repunte significativo de opciones políticas de corte xenófobo, populistas y ultraderechistas. Trump, Le Pen, Salvini, Orban o Steve Bannon desarrollan un discurso antiglobalizador y crítico con el neoliberalismo de la Unión Europea y llaman a cerrar filas alrededor de una alternativa replegada en el estado-nación que, además, tiene que «defenderse» del capitalismo globalizado y del riesgo de «invasión» que se deriva de los procesos migratorios potencialmente crecientes.
Tal y como analizaban los artículos de Anguita, Illueca y Monereo, algunas de sus propuestas están peligrosamente próximas a discursos y reivindicaciones que históricamente ha hecho la izquierda y que en los últimos ciclos de movilizaciones estuvieron presentes en las calles: poner freno a las deslocalizaciones, trabas a los movimientos de empresas y capitales, rechazar con el techo de gasto impuesto por la UE y de la supremacía de no superación del déficit, rechazo a la deuda, apuesta y protección a las economías locales, control nacional de la política monetaria, etc.
Estos discursos –y prácticas-, que tienen una pata social y crítica con la globalización neoliberal y otra xenófoba y excluyente, están calando y seduce a masas cada vez más grandes de personas que sienten miedo e incertidumbre.
Cuando los discursos xenófobos dicen «aquí no cabemos todos», aluden a la imposibilidad de que los estándares de consumo y estilos de vida materiales, políticos y simbólicos que se habían alcanzado solo para algunas partes minoritarias de la población sean viables para todos «los nacionales» si llegan muchas personas de fuera.
La realidad incómoda es que no es posible que quepamos todos si los estándares materiales deseados suponen vivir como si existiesen varios planetas en lugar de uno parcialmente agotado. El bienestar material desigual de los países enriquecidos no se sostiene sobre la base material de su territorio, sino que se satisface acaparando otros territorios y expulsando irreversiblemente a quienes viven en ellos.
Sin transformar radicalmente el metabolismo económico, no son sólo las personas forzosamente desplazadas las que no caben, sino que según se profundiza la crisis material y el cambio climático, y a pesar de que su carnet de identidad diga que «son de los nuestros», paulatinamente muchas personas quedarán también fuera. Cuando hablamos de exclusión, personas desempleadas de larga duración, jóvenes que no acceden al mercado de trabajo, desahucios o mujeres que sostienen la vida en un sistema que la ataca, estamos hablando de cómo la dinámica de expulsión del capital se expresa también en el supuesto mundo rico.
Ultraderechismos neofascistas
El decrecimiento material de la economía es simplemente un dato. Los ultraderechismos neofascistas abordan, sin nombrarla, esta situación, denigrando a la población desposeída, culpándola de la crisis civilizatoria y expulsándola. Prometen a los locales una vuelta a un pasado glorioso y próspero que nunca existió, sin decirles que muchos de ellos, o sus propios hijos estarán también fuera del círculo de privilegio. Tratan de construir discursos sociales vinculados a un proyecto de nación que les incluye y desde el que defenderse contra la amenaza exterior.
Señalar el carácter xenófobo y combatirlo sin tapujos no debe obviar, sin embargo, la necesidad de confrontar con el neoliberalismo globalizado e identificar con nitidez los elementos de insostenibilidad estructural. Cuando la resistencia política se centra más en reírse de la chabacanería de Trump o en resaltar la ignorancia de quienes le votan que en pensar cómo recomponer economías y políticas en las que quepamos todas las personas, se acrecientan los apoyos alrededor de estas figuras, que son las únicas que hablan de conflictos que en el fondo todo el mundo percibe. Cuando no hay valor para nombrar los problemas y se asume jugar en el terreno de lo establecido como única posibilidad terminamos aceptando la dictadura de los mercados y nos conformamos con la corrección política de los discursos aunque la práctica sea criminal.
Cuando Julio Anguita dice que no quiere escoger entre fascismo y la dictadura de los mercados apunta con acierto que escoger entre lo uno y lo otro, desde el punto de vista de los sectores más vulnerables, no supone elegir entre opciones diferentes.
Los neofascismos criminalizan, estigmatizan, deshumanizan, abandonan y matan a personas «sobrantes» con un discurso y escenografía que busca legitimar socialmente el exterminio. La Unión Europea criminaliza, estigmatiza, deshumaniza, abandona y mata a personas «sobrantes» dentro del discurso políticamente correcto de los derechos, a partir de la ingeniería social «racional» limpia y tecnócrata del capitalista mundializado que considera que las vidas y los territorios importan solo en función del «valor añadido» que produzcan.
Quienes están poniendo en marcha una estrategia autárquica son los sectores privilegiados. La arquitectura de la impunidad, la legislación laboral, las políticas de securitización de fronteras y las estrategias de los ejércitos blindan y protegen los intereses de los ricos de las incertidumbres de la crisis global. Los ricos se aseguran el flujo de energía, materiales, la disponibilidad de tierras y se aíslan de las posibles tensiones sociales mientras acrecientan los mecanismos de luchas entre pobres y hacen caja con el desastre.
Desde el ecologismo social ponemos encima de la mesa la necesaria relocalización de la economía, el ajuste a los límites físicos de los territorios y la producción y acceso, sobre todo de alimentos, energía y agua con base fundamentalmente local. Hablamos también de poner las vidas en el centro, de las asalariadas y las que trabajan sin salario. Paradójicamente, esta relocalización de la economía, aprender a vivir con los recursos cercanos es fundamental para frenar la expulsión de personas de sus territorios y garantizar su derecho a permanecer en ellos –teniendo en cuenta que una parte de los desplazamientos forzosos ya será inevitable y que tenemos la obligación de organizarnos para acoger a aquellos con los que hemos contraído una deuda ecológica y no tienen dónde volver. Adoptar principios de suficiencia, equitativos y justos, es condición necesaria para la solidaridad dentro y fuera de nuestras fronteras.
Hay que darle una buena vuelta a la cuestión del trabajo. La noción de democracia ha corrido paralela a la consolidación del empleo fijo como punto de apoyo. La estabilidad, la protección ante el despido o la negociación colectiva han sido una pilares fundantes del derecho del trabajo y de la democracia plena.
El capital ya no necesita el trabajo humano
El derecho del trabajo clásico está en crisis y no solo porque el estado-nación haya perdido centralidad o haya cambiado la correlación de fuerzas, sino porque las propias bases materiales que lo sostenían han quebrado y el poder económico ha construido formas de reproducir el capital en las que el trabajo humano es cada vez más prescindible.
Al explotar el modelo previo, y a falta de una reflexión ecológico-material profunda, el derecho del trabajo asumió lo que Luca Tamayo denominó derecho del trabajo de la emergencia, que aceptaba temporalmente la rebaja de las condiciones laborales y la reducción de las garantías para dar lugar a la creación de empleo. El derecho del trabajo de la emergencia acepta la subordinación de las condiciones laborales al crecimiento económico y la competitividad con la idea de que cuando se retomase la normalidad se regenerarían las condiciones anteriores. Pero la emergencia se ha convertido en la nueva normalidad. El tiempo de los Treinta Gloriosos no va a volver nunca más. Y el trabajo reducido a empleo, que dependía de que la reproducción cotidiana y generacional se hiciese bajo la lógica patriarcal y de la extracción de cantidades ingentes de materias primas de territorios colonizados y de la generación de cantidades ingentes de residuos, está llegando a su fin.
Esta realidad debe incorporarse también al debate sobre la centralidad del conflicto de clase. Es verdad que vestirse de progresía conformándose con un capitalismo verde, violeta y multicultural que no dispute la cuestión de clase, efectivamente esconde las tensiones estructurales y conduce a lo que Nancy Fraser ha llamado neoliberalismos progresistas. Pero no tener en cuenta que el capitalismo se construyó y se sostiene materialmente, además de sobre la explotación en el empleo, sobre el racismo, la explotación sin límites de la naturaleza y del trabajo no libre de las mujeres en los hogares, es realizar un análisis material incompleto que no permite entender la crisis civilizatoria. Por ello, el ecologismo social, el feminismo radical o la lucha de las personas racializadas no son cuestiones periféricas que despisten de lo importante, sino que están en el centro del conflicto.
Siguiendo a E.P. Thompsom en ‘La formación de la clase obrera’, el concepto de clase es dinámico e histórico y responde al conflicto en las relaciones de producción. Si asumimos que para que haya producción hacen falta materias primas, es decir naturaleza autoorganizada y finita, y mano de obra, es decir vida de personas que tiene que ser sostenida y cuidada, los elementos constituyentes del ecologismo, del feminismo y del racismo se encuentran claramente insertos en el conflicto de clase. No hay solo un conflicto estructural entre en capital y el trabajo reducido a empleo, sino entre el capital y la vida. Creo que alrededor del derecho a vivir vidas que merezcan la pena vivirse hay potencia para crear sentido y orgullo de pertenencia a un movimiento de clase, ecologista, feminista y antirracista que revierta la guerra contra la vida.
La cuestión del ámbito de actuación es también importante. Creo que, con la que está cayendo, la estrategia debe ser trans-escalar. Desde luego el estado-nación, pero también los municipalismos, las alianzas con movimientos emancipadores de otros países de Europa y del norte de África y la autoorganización ofrecen posibilidades diferentes pero complementarias que es preciso explorar.
¿Cómo hacer para garantizar las condiciones de vida para todas las personas? ¿Qué producciones y sectores son los socialmente necesarios? ¿Cómo afrontar la reducción del tamaño material de la economía de la forma menos dolorosa? ¿Qué modelo de producción y consumo es viable para no expulsar masivamente seres vivos? ¿Cómo abordar las transformaciones que el cambio climático va a causar en nuestros territorios? ¿Cómo mantener vínculos de solidaridad y apoyo mutuo que frenen las guerras entre pobres, vacunen de la xenofobia y del repliegue patriarcal? ¿Cuál es la escala adecuada de actuación? ¿Qué papel juega la autoorganización, el municipalismo, el estado-nación y las alianzas internacionales? ¿Qué diálogo puede establecerse entre el trabajo socialmente garantizado y la renta básica?
Un debate urgente
Tenemos por delante un debate urgente y necesario que deberíamos abordar sin aplastar, tratar de humillar o descalificar, a veces interpretando libremente o directamente modificando lo que el otro ha dicho. Siempre es más fácil oponerse a lo que nos gustaría que hubiese dicho el otro para no vernos obligados a salir del mundo de las certezas tranquilizadoras…
Santiago Alba Rico que recuperó en ‘Ser o Ser (un cuerpo)’ la sorpresa de Bateson al observar que los niños de una determinada cultura, cuando comenzaban a andar y tropezaban, se agarraban a su propio pene buscando seguridad. Las niñas, sin embargo, se agarraban a algún objeto externo que les pareciese firme. Supongo que niñas y niños terminaban aprendiendo a caminar, pero seguro que las niñas lo hacían con menos arañazos y golpes.
Nos esperan tiempos muy duros sobre todo si consideramos que para avanzar el apoyo más firme es nuestra individualidad, por más inteligente, leída y militante que sea. Tenemos todas las piezas del puzzle pero nadie lo tiene completo. Tampoco disponemos de muchas certezas inamovibles ante fenómenos cambiantes, acelerados y en algunos aspectos nuevos. Por ello, a falta de mayor seguridad, más vale que nos apoyemos unas en otras.
Toca agarrarse menos el pene y construir más con otras. Esta puede ser una versión libre de lo que llamamos feminización de la política.