Antoni Domènech · G. Buster · Daniel Raventós · · ·
23/03/1423/03/14
«El concepto de mal menor es uno de los más relativos. Enfrentados a un peligro mayor que el que antes era mayor, hay siempre un mal que es todavía menor aunque sea mayor que el que antes era menor. Todo mal mayor se hace menor en relación con otro que es aún mayor, y así hasta el infinito. No se trata, pues, de otra cosa que de la forma que asume el proceso de adaptación a un movimiento regresivo, cuya evolución está dirigida por una fuerza eficiente, mientras que la fuerza antitética está resuelta a capitular progresivamente, a trechos cortos, y no de golpe, lo que contribuiría, por efecto psicológico condensado, a dar a luz a una fuerza contracorriente activa o, si ésta ya existiese, a reforzarla.» [Antonio Gramsci, Quaderno, 16 (XXII)]
La entrada en Madrid de las Marchas de la Dignidad y su calurosa acogida popular convertida en una «gigantesca manifestación» –como la ha calificado Le Monde— que bloqueó todo el centro de la ciudad han venido en un momento que no podía ser más oportuno. En un momento de desgaste, de cansancio, de hartazgo y –seamos claros— de desmoralización profunda y creciente de un pueblo trabajador cruelmente castigado durante seis años por la crisis, un paro obrero peor que el de la Gran Depresión y unas pérfidas políticas procíclicas de ajuste fiscal, devaluación salarial, contracción sin precedentes del gasto social y contrarreforma reaccionaria del derecho laboral democrático. El indudable éxito de las marchas –a las que no han dejado de ningunear y poner vergonzosamente sordina los grandes medios de comunicación del Reino (todos en manos de la banca privada, todos financieramente dependientes de la publicidad institucional pública)— ha venido a recordarnos a todos la enorme capacidad de movilización solidaria que todavía existe, el potencial de rabia, indignación y cólera popular que todavía es capaz de expresarse organizadamente en la calle. El Manifiesto de las Marchas no podía haberlo dicho mejor: vivimos en «una situación extremadamente difícil, una situación límite, de emergencia social, que nos convoca a dar una respuesta colectiva y masiva de la clase trabajadora, la ciudadanía y los pueblos».
Esa convocatoria, como explicó en SP Carlos Martinez, uno de sus coordinadores andaluces, había nacido desde la confluencia de experiencias de combate muy variadas, como las marchas y ocupaciones de tierras de jornaleros de la CUT, del Campamento de la Dignidad de Cáceres, de las concentraciones contra los desahucios de la PAH, de las mareas ciudadanas, de los márgenes críticos y contestatarios del movimiento obrero organizado pero en primera línea de la resistencia social contra las políticas de ajuste. Superando las divergencias inevitables que nacen de experiencias tan distintas y duras, de inveteradas confrontaciones sectarias de pequeños aparatos, minúsculas vanidades e ínfimas raposerías, los miles de participantes de las distintas columnas de las Marchas sobre Madrid han venido a convertirse en un catalizador euforizante para la movilización de cientos de miles de personas que han volcado en ellas su solidaridad. También –o eso puede razonablemente conjeturarse— han depositado en ellas renovadas esperanzas en una lucha unida capaz de poner freno y acaso comenzar a revertir las catastróficas políticas dimanantes del «Consenso de Bruselas» a las que –en abierta violación de todas sus promesas electorales— terminaron allanándose el Gobierno de Rodríguez-Zapatero y Rubalcaba, primero, y el de Rajoy, después.
De esa capacidad de fermento y solidaridad, de puesta en común de luchas dispersas y aun aisladas en un gran frente de resistencia coordinada, depende en definitiva la existencia de una izquierda social y política organizada merecedora de tal nombre. Una izquierda social y política, por acordarnos de un clásico, «que realiza su agitación sin tregua ni descanso » (F. Lassalle). Conviene recordarlo especialmente ahora que las izquierdas sociales se encuentran en nuestro país ante una disyuntiva que ha quedado resumida estos días en dos imágenes: la de las Marchas de la Dignidad, una; y otra, la patética imagen –no hay palabra más certera para describirla— del encuentro en Moncloa de los secretarios confederales Cándido Méndez (UGT) e Ignacio Fernández Toxo (CC OO) con Rajoy y el representante de la patronal para publicitar el «relanzamiento del diálogo social».
Una disyuntiva no es necesariamente excluyente: es verdad que sin la solidaridad de los miles de afiliados de base de CCOO y UGT, y aun de los propios aparatos sindicales, las Marchas de la Dignidad no habrían podido llegar a Madrid ni haber sido acogidas por cientos de miles de personas. Pero es una disyuntiva que obliga a discutir qué orientación política debe seguir el conjunto de los movimientos socialmente resistentes al programa de contrarreformas «austeritarias» en curso. Y que obliga a discutir en momentos de reflujo, hartazgo generalizado y desmoralización, ya se ha dicho; pero en puertas, además, de un largo ciclo electoral que, después de las europeas, municipales y autonómicas venideras a partir del 25 de mayo, y sin olvidarse del crucial referéndum de autodeterminación convocado para el 9 de noviembre próximo en Cataluña, hará coincidir en el tiempo las elecciones generales de 2015 con las elecciones sindicales de 2015-16.
Y como toda discusión de estas características, tiene que partir de un balance del ciclo de las movilizaciones contra las políticas de austeridad desde 2010, de la estimación de la correlación de fuerzas sociales y de la ideación de perspectivas políticas. Y no solo en lo tocante al Reino de España, sino en el marco de la Unión Europea, que es donde se produce la confrontación políticamente determinante con los programas de contrarreforma autoritaria dimanantes del «Consenso de Bruselas».
No parece que las diferencias se den en cuanto a la estimación de la capacidad de movilización social. Se constata, sí, el desplazamiento parcial del lugar de la resistencia social, desde los centros productivos a los espacios de la reproducción social, lo que no es sino consecuencia natural de unas tasas de paro superiores el 26% —rayanas en el 60% entre los jóvenes—, de la terciarización del mercado laboral, de la enorme precarización y de la creciente reducción de la negociación colectiva. A partir de los datos sobre conflictividad laboral del Ministerio de Trabajo y de la patronal CEOE, Daniel Lacalle y Miguel Sanz Alcántara, por reducirnos a dos autores, han venido a confirmar lo que es una experiencia social colectiva, y es a saber: que los trabajadores resisten activamente; y que cuando son convocados a ello de manera coordinada, lo hacen masivamente. Los picos de actividad de esa resistencia en 2010 y 2012 así lo constatan: cuando, además de movimientos ciudadanos como el 15-M, hubo las huelgas generales de septiembre de 2010, y las de marzo y noviembre de 2012, además de las ocho convocadas en el País Vasco desde 2009.
Ramón Górriz, secretario de acción sindical de CCOO, ha resumido así la actual posición de su sindicato en el «relanzamiento del diálogo social»: «Una estrategia con la que pretendemos alcanzar resultados y no quedarnos en la mera contestación de las políticas empresariales y gubernamentales». Ha recordado que «los trabajadores y trabajadoras no pueden esperar mientras criticamos la acción del Gobierno sólo con movilizaciones. Nosotros estamos en la calle para hacer patente nuestro rechazo a las políticas de recortes y reformas; pero también tenemos que buscar soluciones a los problemas de la gente y sobre todo para los colectivos que más están sufriendo los efectos de la crisis».
Y el órgano de CCOO, la Gaceta Sindical, volvía a decirlo con palabras no tan distintas, pero sirviéndose de una metáfora reveladora: «Unos sindicatos sin capacidad de transformar en diálogo y acuerdo sus procesos de reivindicación y movilización corren el riesgo de perder su condición de herramienta útil para defender los intereses de los trabajadores. En esta tierra de nadie han permanecido el gobierno y los agentes sociales en los últimos cuatro años: unos gobernando de espaldas a la inmensa mayoría de los ciudadanos; otros activando una agenda de movilización y acción reivindicativa, tan justa y necesaria, sin resultados concretos».
Sin embargo, esa pretendida «tierra de nadie» ya está precisamente ocupada por la iniciativa social y política de la derecha neoliberal de un PP que ha aplicado los términos del rescate del sector bancario y las políticas de austeridad con la determinación y la ferocidad de los convencidos, como recuerda Rajoy cuando se le acusa de actuar al dictado de la Troika. Si Rajoy ha convocado a CCOO y UGT a la Moncloa el 18 de marzo, después de ignorar a ambos sindicatos durante la primera mitad de la legislatura –hasta el punto de tener que actuar Merkel de mediadora para alentar los primeros contactos— no es porque esté dispuesto a hacer la menor concesión en sus políticas de austeridad y contrarreformas, sobre todo cuando la Troika (Comisión, BCE, FMI) le insiste en una «segunda vuelta de tuerca» para cumplir los objetivos del déficit marcados, sino porque está rearticulando su estrategia.
Ante el largo proceso electoral que ahora se abre, Rajoy necesita recuperar cierta paz social que le permita dar verosimilitud a su falsario y monolemático mensaje de «recuperación económica». Y hacer llegar ese mensaje, sobre todo, a aquellos sectores sociales que, más que por sufrir las consecuencias sociales de la crisis, puedan estar prontos a la acción por miedo a esas consecuencias, por pánico a perder la protección social que supone el amparo de la negociación colectiva. Los más de 14 puntos perdidos por el PP en sus expectativas de voto, y la falta de horizontes reales de creación de empleo, más allá de la extensión de la precariedad en uno o dos puntos del paro registrado, no auguran precisamente una recuperación política de mayoría social conservadora. Pero uno o dos puntos sí pueden determinar la política de alianzas para un gobierno de coalición con otras fuerzas políticas de la derecha, como UPyD y regionalistas varios. Y pueden, sobre todo, determinar cuál sería la fuerza mayoritaria en un gobierno del «Consenso de Bruselas», un gobierno PP/PSOE capaz de bloquear cualquier posibilidad de trasladar a un gobierno de coalición de izquierdas la resistencia social acumulada en este período.
Así pues, en resolución, la disyuntiva fundamental en esta discusión incoada, acaso más tácita que explícita, tiene que ver con perspectivas políticas, más que con distintas estimaciones de las relaciones de fuerza.
Las Marchas de la Dignidad, como los otros movimientos sociales que han venido desarrollándose en nuestro país desde el 15-M –incluidos los movimientos populares por el «derecho a decidir» de Cataluña y el País Vasco— apuntan claramente a una estrategia de acumulación de fuerzas sociales que, de uno u otro modo, desembocaría en cambios electorales bastante radicales y muy posiblemente en una nueva mayoría de izquierdas. De fraguar políticamente esta última, necesariamente abriría un boquete rupturista en el statu quo político y económico heredado de la Transición, incluidas las relaciones con Bruselas y Berlín.
En cambio, la recuperación del «diálogo social» propuesta por CC OO y UGT tras la reunión del 18 de marzo es, inconfundiblemente, la enésima maniobra táctica del «mal menor»: ganar tiempo e intentar frenar algunos de los aspectos más agresivos de la «segunda vuelta de tuerca» de las devastadoras políticas de austeridad aprovechando en la negociación la perentoria necesidad de paz social en este largo ciclo electoral que tanto va a exigir al PP. Ahora bien; dejando de lado (por ahora) las consecuencias más desmoralizadoras para sus propias bases sociales y el probable aumento del descrédito público que va a acarrear a las actuales direcciones de los sindicatos obreros mayoritarios, hay que saber que esta táctica, de triunfar, no puede atenerse, y eso en el más halagüeño de los casos, a otra perspectiva política que la de un gobierno de Gran Coalición del bipartidismo dinástico que respete en lo esencial el «Consenso de Bruselas». Como la actual Gran Coalición en Alemania.
Queridos y respetados amigos, amigas, compañeras y compañeros sindicalistas: ¡volvedlo a pensar!