Sonia Shah
Haces de luz solar se cuelan en el interior oscurecido de viviendas abandonadas desde hace tiempo en la calle Waco, en el corazón del Fifth Ward de Houston, un barrio degradado, habitado mayoritariamente por negros y latinos, que se halla a dos millas del centro de la ciudad. En los patios delanteros serpentean parras cubiertas de ceniza. En unos cercanos solares vacíos se amontonan islas de basura –ropa vieja, sofás destripados, cajas de cartón– que flotan en campos de malas hierbas.
La basura no recogida de los residentes se combina con desechos procedentes del resto de la ciudad. Como señaló Robert Bullard –pionero de la justicia medioambiental– en un informe seminal de 1983, los vertederos de residuos sólidos de Houston tienen una presencia desproporcionada en los barrios pobres, habitados sobre todo por negros, como el Fifth Ward (en aquel entonces, albergaban cinco de los seis vertederos de la ciudad). La basura corre por acequias no cubiertas, atestadas de residuos. Mientras que las zonas prósperas de la ciudad cuentan con un drenaje pluvial con bordillos y cunetas, en el 88 % de los barrios pobres de Houston, habitados por minorías, las acequias no cubiertas son la única forma de drenaje.
Cuando llueve –en Houston caen al año unos 1 250 mm–, el agua se acumula en las acequias y en los rincones y recovecos de los solares cubiertos de basura y las casas deshabitadas, proporcionando amplios terrenos de cultivo para los mosquitos. Ejércitos de insectos incuban cada pocos días y las hembras salen en bandadas a la noche subtropical en busca de sangre para alimentar los huevos que están incubando. Las personas que duermen en casas dilapidadas con las ventanas rotas son una presa fácil para las picaduras.
Cuando el mosquito pincha la piel de una persona, los microbios patógenos que alberga en su cuerpo también penetran en el organismo de la víctima. En 1964, entre esos microbios estaba el virus de la encefalitis de San Luis (SLE), que provoca infecciones cerebrales mortales en las personas mayores. Alrededor del 10 % de los infectados murieron. En 2002, los mosquitos trajeron el virus del Nilo Occidental, que hizo que enfermaran veinte veces más personas que las afectadas por el virus de la SLE. El año siguiente llegó la fiebre del dengue, que amenaza en particular a los niños con fiebres hemorrágicas parecidas al Ébola. Después, en 2014, se descubrió que los mosquitos locales albergaban el virus Chikungunya, que puede causar dolor articular debilitante durante meses.
Finalmente, en febrero de 2016, con el virus Zika –transportado por mosquitos– merodeando por Houston y todo el sur de Estados Unidos (y con el país sumido en una insidiosa campaña electoral), el gobierno de Obama solicitó al Congreso un fondo de emergencia de 1 900 millones de dólares para combatir a los mosquitos que venían asolando desde hacía tiempo lugares como el Fifth Ward. Cuando el Congreso, dominado por los Republicanos, rechazó la solicitud, expertos en salud pública y otros criticaron ásperamente su intransigencia. “Los Republicanos mirarán atrás sobre este periodo en que tuvieron que actuar contra el virus Zika y lo lamentarán profundamente”, advirtió un portavoz de la Casa Blanca.
En realidad, la epidemia del Zika ya era un hecho consumado en numerosos barrios desatendidos de la costa del Golfo. Bullard ya advirtió en 1983 de que las condiciones del Fifth Ward encerraban el riesgo de una catástrofe de salud pública. Los habitantes también sabían desde hacía tiempo que sus acequias atascadas y sus casas destartaladas los hacían vulnerables a las enfermedades transmitidas por los mosquitos. “Con toda esta agua estancada”, dijo un activista vecinal en 2002, “proliferan estos mosquitos que llevan ese virus del Nilo [Occidental]. Es insano. Necesitamos nuevas calles, necesitamos un alcantarillado.” El propio ayuntamiento de Houston admitió, a mediados de 2015, que las acequias abiertas en los barrios habitados por minorías eran “insuficientes” para drenar toda el agua.
En 2016 ya era décadas demasiado tarde para prevenir un brote. Ante la llegada anunciada del virus para este verano, lo mejor que puede hacer uno es agacharse ante una ola de infecciones que no tienen tratamiento.
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En los últimos 70 años han aparecido más de 300 nuevos patógenos infecciosos en zonas en que no se habían visto nunca antes. Tan solo en los dos últimos años, dos virus espantosos –Zika y Ébola– han saltado por encima de sus fronteras geográficas y han atacado a nuevas poblaciones vulnerables. Y justo el pasado mes de abril se ha descubierto una cepa bacteriana de E. Coli inmune a los antibióticos de último recurso en un paciente de Pensilvania y en los tejidos de un cerdo sacrificado, anunciando una posible nueva era de infecciones no tratables que podrían transformar la medicina moderna. Los expertos se preparan para una pandemia catastrófica, que hará que enfermen mil millones de personas, de las que morirán 165 millones, y que costará a la economía mundial miles de billones de dólares. La idea convencional es que esta amenaza creciente es ante todo un problema biomédico, pero con los nuevos patógenos que han aparecido, algunas de nuestras defensas más importantes son políticas.
Para proteger a las poblaciones de las epidemias para las que no existe ningún tratamiento es necesario abordar los factores subyacentes que favorecen su aparición. En las comunidades desatendidas como el Fifth Ward, hay que hablar de la crisis de las basuras, la falta de drenaje y las malas condiciones de las viviendas, entre otras cosas. Durante décadas nos hemos negado a adoptar las medidas necesarias.
El problema se originó con el ascenso del neoliberalismo en la década de 1970 y de la industria farmacéutica, que ha acumulado una riqueza de 300 000 millones de dólares, con la consiguiente primacía de los intereses privados sobre la independencia y la integridad de las instituciones de la sanidad pública. Esa primacía nos ha hecho vulnerables al Zika, así como a nuevos tipos de bacterias resistentes a los medicamentos, a la gripe aviar y otros patógenos emergentes.
Muchos de estos patógenos se propagan a las poblaciones humanas al amparo de la expansión global de las actividades comerciales. La minería, la tala de bosques, la agricultura y la urbanización en los últimos refugios de la biodiversidad introducen nuevos patógenos en las poblaciones humanas. Cuando se fuerza el contacto íntimo entre animales salvajes y seres humanos, los microbios que habitan en el cuerpo de los animales invaden los nuestros. El Ébola es un ejemplo: el virus es transportado por murciélagos frugívoros que antes vivían en vastas extensiones forestales de toda el África subsahariana, pero cuyo hábitat se ha restringido ahora a una serie de bosques residuales mucho más pequeños, muchos de ellos cercanos a asentamientos humanos. Los virus de la gripe aviar son otro ejemplo, ya que los transportan aves acuáticas migratorias que antes sobrevolaban zonas no urbanizadas de Asia, pero que ahora sobrevuelan e infectan rápidamente las cada vez más numerosas granjas avícolas, con lo que las cepas se vuelven mucho más virulentas. Las líneas aéreas y las compañías navieras internacionales, así como las oportunidades que ofrece el cambio climático, trasladan estos patógenos a poblaciones susceptibles de todo el planeta. Y el tipo de crecimiento económico acelerado, que produce centros urbanos abarrotados y mal planeados, facilita enormemente la generación de las epidemias.
Una normativa legal en materia de salud pública que aborde estas situaciones podría evitar que los patógenos tuvieran la oportunidad de proliferar y propagarse. Este planteamiento sería mucho más eficaz que no esperar a que se desarrolle la epidemia y entonces intentar deprisa y corriendo obtener medicamentos y vacunas para paliarla. Sin embargo, en muchos casos esto exigiría que la sanidad pública se enfrentara a intereses empresariales, pero décadas de influencia empresarial en los organismos de sanidad pública hacen que esto sea cada vez menos probable.
Lo ocurrido en la Organización Mundial de la Salud (OMS) es emblemático de la manera en que los intereses privados han determinado los programas de salud pública. La OMS es una agencia de Naciones Unidas dirigida por altos cargos de la sanidad de los 194 países miembros de la ONU. Desde su fundación en 1948, entre sus grandes logros figura la coordinación de la erradicación en todo el mundo de la viruela y las campañas de vacunación internacionales que han reducido entre un 60 y un 98 % la mortalidad causada por el sarampión, el tétanos, la tos ferina, la difteria y la poliomielitis. Sin embargo, cuando en las décadas de 1970 y 1980 la OMS censuró determinadas prácticas empresariales, como la comercialización de fórmulas para bebés, pesticidas y tabaco, las respuestas no se hicieron esperar. Países industrializados ricos acusaron a la OMS, junto con otras agencias de la ONU, como la UNESCO y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), de estar “politizada”. En las siguientes décadas se fue cerrando el grifo de la financiación pública del sistema de Naciones Unidas. En 1980, los principales donantes impusieron una política de crecimiento real cero de los presupuestos de la ONU; en 1993, esta política se sustituyó por otra de crecimiento nominal cero. La capacidad de la OMS para contener epidemias se redujo constantemente ante el creciente poder del sector privado.
El ejemplo más reciente se refiere a la gestión por parte de la agencia de la epidemia del Ébola de 2014 en África Occidental. Una de las funciones de la OMS consiste en alertar tempranamente a la comunidad internacional sobre las epidemias que puedan expandirse por encima de las fronteras. Esto fue un factor crucial en los primeros días del brote del Ébola: esta enfermedad no tiene curación, pero una epidemia puede contenerse si se aísla a cada paciente infectado para asegurar que el virus no se propague a otras personas. Sin embargo, hacer sonar la alarma sobre un brote epidémico puede dañar al comercio, al turismo y a la industria del transporte, en detrimento de los resultados de las empresas. La OMS aplazó durante meses la declaración de emergencia sanitaria mundial. Como revelaron una serie de correos electrónicos a los que tuvo acceso la agencia Associated Press, los funcionarios temían “asustar a los inversores” de la industria minera multinacional que opera en la región, como escribió un médico. Funcionarios locales de la OMS se abstuvieron de enviar informes sobre el Ébola a la sede central; funcionarios de la OMS en Guinea se negaron a solicitar visados para expertos en Ébola que querían visitar la zona. Altos cargos de la OMS, incluida la directora general, la doctora Margaret Chan, expresaron los mismos temores. Chan se negó a declarar una emergencia, temiendo que los intereses comerciales percibieran tal declaración como un “acto hostil”.
Mientras la OMS vacilaba, el Ébola infectó a muchas personas, duplicando su presencia cada par de semanas. En el momento en que llegaron los refuerzos mejor equipados, ya era demasiado tarde: la epidemia ya había matado a más de 10 000 personas.
El Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC), la principal agencia de protección de la salud de EE UU, experimentó recortes presupuestarios menos graves, pero similares, cuando se atrevió a cuestionar intereses privados introducidos en el sector. En 1993, un estudio financiado por el CDC llegó a la conclusión de que la presencia de armas de fuego en los hogares incrementaba el riesgo de homicidio. El resultado lógico habría sido la promulgación de una normativa legal que regulara la posesión de armas. Antes de que llegara a promulgarse dicha normativa, sectores afines a la Asociación Nacional del Rifle (NRA) presionaron a los diputados y lograron que el Congreso rebajara en 2,6 millones de dólares el presupuesto del CDC, justo la cifra que la agencia había gastado en el estudio de prevención de la violencia por armas de fuego el año anterior. El recorte tuvo un “fuerte efecto atemorizador”, como han escrito las principales asociaciones médicas de EE UU en una carta reciente al Congreso, dando lugar a una prohibición de hecho de toda investigación en materia de violencia por armas de fuego que perdura hasta nuestros días.
La lección para la comunidad de la sanidad pública ha sido clara, aunque tácita: enfréntate a los intereses privados y verás cómo se reduce tu financiación.
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En respuesta a los recortes presupuestarios, muchas agencias de salud pública se aseguran ahora la financiación recurriendo directamente a las empresas, incluidas aquellas cuya actividad favorece la aparición de enfermedades y saca provecho de ellas. En 1983, el CDC empezó a aceptar “donativos” de entidades privadas para financiar su actividad. En 1992, el Congreso creó la Fundación CDC, que recauda activamente dinero del sector privado para los proyectos de saludad pública del centro, con resultados a veces dudosos. Cuando surgieron sospechas de que los productos agroquímicos y las duras condiciones laborales eran factores causantes de la insuficiencia renal crónica que sufren los trabajadores de la caña de azúcar de Centroamérica, la industria azucarera financió un estudio del CDC para determinar si la culpa la tienen los genes de los trabajadores. En 2012, la empresa biotecnológica Genentech pagó al CDC 600 000 dólares para que promoviera sus productos para el diagnóstico y el tratamiento de la hepatitis C.
Los intereses profesionales del sistema sanitario público y la industria farmacéutica están ahora tan compenetrados que los altos cargos cuentan con una “puerta giratoria” entre uno y otra. El presidente de la división de vacunas de Merck, por ejemplo, fue anteriormente un directivo del CDC; el jefe de los laboratorios de investigación de Sanofi-Aventis es un ex director de los Institutos Nacionales de Salud de EEUU.
La OMS también nutre su presupuesto de las arcas de la industria privada. Para compensar la caída de los ingresos procedentes de los países miembros, la OMS comenzó a aceptar “aportaciones voluntarias” de entidades filantrópicas y empresas privadas, de ONG y otros. Estos donantes, y no la OMS, deciden el destino de esos fondos. En 1970, estas aportaciones voluntarias representaban un cuarto del gasto de la agencia; en 2015 ya suponían más de tres cuartos de su presupuesto de 3 980 millones de dólares. Como admitió la doctora Chan en una entrevista con el New York Times, las actividades de la OMS ya no las fijan los expertos en sanidad pública de la agencia, sino que vienen “impulsadas por… intereses de los donantes”. De este modo, las empresas farmacéuticas que corren el riesgo de perder miles de millones debido al uso de medicamentos genéricos más baratos, contribuyen ahora a determinar la política de la OMS en materia de acceso a los fármacos. De un modo similar, los fabricantes de insecticidas intervienen en la definición de la política de la OMS sobre la malaria, no en vano el mercado de sus productos se reduciría mucho si la enfermedad se erradicara efectivamente.
Estos donantes externos han introducido un importante desbarajuste en la labor de la agencia. Mientras que el presupuesto regular de la OMS se dedica a enfermedades en función de su carga para la salud global, las aportaciones voluntarias no. Según un análisis del presupuesto de 2004-2005 de la agencia, el 91 % de sus aportaciones voluntarias se destinaron a enfermedades que representan el 11 % de la mortalidad global; tan solo el 8 % se dedicaron a afecciones no transmisibles como cardiopatías y diabetes, que causan casi la mitad de todas las muertes en el mundo, pero que también concentran el interés de la industria.
La investigación cardiológica también está sesgada a favor de soluciones que interesan a la industria. La National Cancer Moonshot Initiative, un proyecto de investigación –cuyo presupuesto asciende a mil millones de dólares– anunciado en enero de 2016, es un buen ejemplo reciente. Dos tercios de los cánceres en EE UU se deben a la obesidad, el tabaquismo y el consumo de alcohol, áreas que implican a las cadenas de restaurantes de comida rápida, a los fabricantes de tabaco y a las destilerías. Los casos de cáncer podrían reducirse a la mitad con solo disminuir el consumo de productos de tabaco por la población, y una investigación sanitaria podría explicar cómo. Pero el proyecto Moonshot, cuando se anunció por primera vez, no contenía “prácticamente ninguna mención de la importancia de la prevención del cáncer”, informó STAT News. En su lugar, la campaña, dirigida por un ex ejecutivo de Pfizer, se centrará sobre todo en el desarrollo de nuevos medicamentos para el tratamiento. Cuando los expertos en salud pública protestaron, se incluyeron dos áreas de estudio adicionales: vacunas y pruebas de diagnóstico. Ninguna de ellas aborda las actividades empresariales que han contribuido a crear la epidemia de cáncer.
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El sistema sanitario público ha tardado peligrosamente en tomar medidas incluso cuando están claros los factores industriales que favorecen la propagación de epidemias. La crisis que se avecina a marchas forzadas, causada por patógenos resistentes a los antibióticos, es un ejemplo trágico. El hecho de que el uso médicamente innecesario de antibióticos favorece el desarrollo de patógenos resistentes a los medicamentos se conoce desde hace tiempo. El primero en señalarlo fue Alexander Fleming, el científico que descubrió la penicilina en 1928. Sin embargo, en todos estos años transcurridos desde entonces, “la advertencia de Fleming ha caído en oídos ensordecidos por el sonido del dinero contante”, como ha dicho un microbiólogo. Actualmente, en EE UU el 80 % de los antibióticos se usan por motivos comerciales sin ninguna finalidad médica; por ejemplo, para engordar más rápidamente el ganado destinado al mercado de carne. Y tal como predijo Fleming, los microbios han desarrollado resistencia a esos antibióticos.
Durante años, un fármaco denominado Colistina se consideraba el antibiótico de último recurso para controlar las infecciones más resistentes a los medicamentos. El pasado mes de noviembre se descubrió en unos cerdos en China un gen llamado MCR-1, que permite a las bacterias resistir a la Colistina; en este país se emplean 12 000 toneladas al año de Colistina en la ganadería. Después ha sido hallado en más de una docena de países, incluido EE UU, donde recientemente se ha detectado en una mujer de Pensilvania que padecía una infección de orina.
La cepa que infectó a la mujer de Pensilvania estaba dotada del gen MCR-1, junto con la capacidad de producir enzimas que descomponen otra clase de antibióticos llamados cefalosporinas. Por fortuna, seguía siendo susceptible a los carbapenemas, que también se utilizan en los hospitales para combatir las bacterias multirresistentes. Aunque probablemente no por mucho tiempo: estos genes son móviles y pueden mezclarse con otras cepas bacterianas. Y en EE UU ya existen cepas resistentes a los carbapenemas. Cuando una cepa resistente a la Colistina intercambie genes con otra resistente a los carbapenemas, el resultado probable será una “bacteria de pesadilla” insensible a todos los antibióticos, dice el CDC.
Es difícil exagerar el efecto que tendría una cepa así en la salud y la práctica de la medicina. Hasta las pequeñas heridas o infecciones comunes serían mortales. Pocas intervenciones médicas, desde la cirugía para la sustitución de la rodilla hasta los trasplantes de médula ósea, justificarían correr el riesgo de una infección. “Todos los avances de la medicina se detendrán”, dice el microbiólogo médico Chand Wattal. Se trata de una epidemia fabricada que podría controlarse efectivamente a través de la legislación. Los países que restringen el uso de antibióticos a los fines estrictamente médicos tienen pocos problemas, si es que los tienen, con las bacterias multirresistentes. Claro que una legislación en este sentido afectaría a los márgenes de beneficio de la ganadería y la industria farmacéutica. Pese a que su incidencia está creciendo en EE UU, los intentos de las agencias de salud pública de reducir el uso comercial de los antibióticos no prosperan.
La Agencia Federal de Alimentos y Medicamentos (FDA) de EE UU propuso al principio –en 1977– suprimir la administración de antibióticos al ganado para favorecer su crecimiento. Sin embargo, el Congreso, presionado por el lobby farmacéutico, guardó la propuesta en un cajón. En 2002, la FDA dijo que solamente regularía el uso de los medicamentos en la ganadería si se podía demostrar que este uso pudiera causar infecciones multirresistentes en las personas. Hasta los expertos que creen que esa posibilidad existe admiten que prácticamente es imposible demostrar una relación. Finalmente, en 2012, en respuesta a una denuncia judicial presentada por una coordinadora de ONG, un tribunal federal ordenó a la FDA que regule esta práctica de todas maneras. En diciembre de 2013, la agencia emitió una serie de directrices voluntarias sobre el uso de antibióticos en la ganadería… pero en el proyecto había tantas lagunas que un activista lo calificó de “temprano regalo de navidad al sector”.
Una serie de directrices emitidas por el gobierno de Obama en septiembre de 2014 podía clasificarse más o menos en dos categorías: las que apuntarían a limitar el uso de antibióticos y las que apostarían por abordar el problema impulsando el desarrollo de nuevos antibióticos y pruebas de diagnóstico. Es significativo que las primeras quedaron aplazadas hasta 2020, a la espera de las medidas que adopte un nuevo consejo asesor y grupo de trabajo, mientras que la aplicación de las segundas se ha acelerado: el gobierno anunció poco después un plan para aportar a la industria farmacéutica un premio de 20 millones de dólares por el desarrollo de una prueba de diagnóstico rápida para la detección de bacterias muy resistentes a los medicamentos.
El motivo de tan cuantioso incentivo es que en las condiciones normales del mercado, la industria tiene poco interés en desarrollar nuevos productos para combatir a las bacterias resistentes a los antibióticos. El valor de mercado de un antibiótico de nuevo tipo es apenas de 50 millones de dólares, poca cosa en comparación con los miles de millones que puede obtener una empresa vendiendo medicamentos que los pacientes tengan que consumir durante décadas. Pese a la acuciante necesidad de contar con nuevos antibióticos, 15 de las 18 principales compañías farmacéuticas han abandonado el mercado de los antibióticos. Mientras, al menos 23 000 personas mueren todos los años en EE UU a causa de infecciones resistentes a los antibióticos. Muchas más padecen infecciones peligrosas contra las que solo funcionan unos pocos antibióticos seleccionados. Se aproxima una era postantibiótica, en la que las infecciones ya no podrán combatirse con estos medicamentos.
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La inminente oleada de infecciones por el virus Zika también es, en cierto modo, una epidemia fabricada. Uno de los mosquitos que pueden propagar el virus, Aedes albopictus, entró en EE UU por la vía del comercio de neumáticos usados de Asia, que se inició en la década de 1970. Si los cargamentos enviados hubieran sido puestos en cuarentena e inspeccionados, esta especie seguramente no se habría asentado nunca en este país. Sin embargo, la normativa legal en materia de especies invasoras se limita a aquellas que suponen una amenaza para la agroindustria, pero no para la salud humana. Una normativa vigorosa en materia de salud pública también podría haber apuntado contra los promotores inmobiliarios, las empresas de gestión de residuos y otros que han convertido barrios como el Fifth Ward de Houston en gigantescos criaderos de mosquitos. Una normativa de este tipo, en el ámbito del desarrollo industrial y militar, ya se había utilizado con éxito en el pasado para prevenir los brotes de malaria. Claro que esto fue antes de que estuvieran ampliamente disponibles productos biomédicos como los insecticidas.
Así que hoy por hoy, el sistema sanitario público apenas puede hacer otra cosa que esperar a que golpee el Zika. Hay muchas cosas que pueden y deberían hacerse para minimizar el daño, pero todas las vertientes de la estrategia federal encaminada a contener la enfermedad –proteger a las mujeres embarazadas de las picaduras de mosquitos, reducir las poblaciones de mosquitos y desarrollar una vacuna– son del todo insuficientes. No es posible asegurar una protección al 100 % frente a las picaduras ni reducir de modo permanente las poblaciones de mosquitos. Lo más que podemos hacer con nuestros insecticidas tóxicos y de efecto pasajero es reducir temporalmente las poblaciones de mosquitos. Una vacuna contra el zika sería de gran ayuda, pero seguramente harán falta tres años para desarrollarla, en el mejor de los casos. Para entonces ya habrá millones de infectados y la mayoría de nosotros nos habremos inmunizado.
A mediados de abril, una feroz tormenta se abatió sobre Houston. En menos de 24 horas cayeron 457 mm de lluvia, originando la cuarta inundación más importante de la ciudad en lo que va de año. Las zonas degradadas de Houston se llenaron de aguas estancadas –y de los mosquitos que se incuban en ellas– durante semanas. El gobernador de Texas declaró el estado de emergencia. “Las avenidas de agua”, señaló un meteorólogo, “no van a desaparecer de un día para otro.” Como tampoco la amenaza del Zika y de los demás patógenos que están al acecho.
16/06/2016
Sonia Shah es periodista científica y autora de PANDEMIC: Tracking Contagion from Cholera to Ebola and Beyond (Farrar, Straus & Giroux, 2016).