La desigualdad no es solo un problema de redistribución de la riqueza; obedece también a una construcción cultural que justifica la pobreza
El sueño de un país rico con alto nivel de igualdad hace tiempo que se desvaneció. Son dos los factores esenciales para alcanzarlo: el económico y el cultural-simbólico, y no parece que las políticas públicas desarrolladas hasta ahora estén triunfando en ninguno de ellos. La creencia de que el crecimiento económico comportaría una reducción de la desigualdad social, que durante tantos años inspiró los discursos gubernamentales y las políticas consiguientes, no ha resultado cierta, al menos, de una forma lineal. Los resultados han puesto en cuestión el convencimiento, tan arraigado en nuestra política, de que el crecimiento económico conlleva automáticamente un reparto más equitativo de la renta. El fracaso de la socialdemocracia se ha debido, en una parte sustancial, a la debilidad de sus políticas distributivas.
Esta situación conduce a hablar constantemente de pobreza, emergencia social, bancos de alimentos, becas-comedor u otros instrumentos paliativos y, sin embargo, pocas veces se exige un cambio en las causas de esta situación, que son las políticas distributivas. España es uno de los países más desiguales de la UE-27, aunque hay que reconocer que la tendencia ha sido la misma para todos los países de nuestro entorno y que no todas las épocas han sido iguales. En los altibajos sucedidos, no solo las crisis han tenido impacto, sino que también el papel mediador de las administraciones públicas según el tipo de políticas aplicadas.
El hecho de que antes de la crisis ya hubiera un elevado número de personas que apenas sobrepasaban el umbral de la pobreza, sumado al desempleo y a la poca solidez de los sistemas de protección social ha comportado que se incrementara de forma alarmante la diferencia de renta en los hogares españoles. Como señala Thomas Piketty, el futuro se dibuja con un elevado nivel de riqueza concentrado en algunas élites, es decir, riqueza acumulada en pocas manos, y una gran mayoría cercana al umbral de la pobreza o directamente instalada en ella. Solo unas decididas y potentes políticas redistributivas podrían revertir esta situación.
Sin embargo, no solo la redistribución económica puede lograr la igualdad, y éste es otro de los errores frecuentes en el desarrollo de las políticas públicas. Paralelamente, y de un modo menos evidente, toda una construcción cultural justifica la situación de desigualdad, de exclusión social y de pobreza de determinados colectivos. Cuando las políticas tratan a la ciudadanía como víctima, la estigmatiza o la desempodera (todavía permanece en nuestras retinas la imagen de enorme vulnerabilidad de la anciana de Vallecas siendo desahuciada) están aportando argumentos para el mantenimiento del statu quo. Cuando las políticas de empleo se centran en la reestructuración cognitiva de las personas desempleadas, etiquetan a jóvenes sin posibilidades como ni-ni, y no priorizan la generación de una estructura productiva en donde las personas en paro tengan cabida, o el compromiso empresarial para acoger perfiles y talento de quienes no encuentran trabajo, están asumiendo implícitamente que el déficit reside en las propias personas y no en la estructura socioeconómica que las margina.
Por todo ello son necesarias también políticas que contrarresten la enorme asimetría de poder existente en la actualidad. Políticas que Nancy Fraser llamaría “del reconocimiento”, aquellas actuaciones de tipo simbólico tendentes a restablecer la equidad en el ámbito del talento, el valor y el prestigio social de determinados colectivos o personas con riesgo de exclusión. Nos hallamos aquí ante una segunda dimensión de la justicia, aquella no relacionada con la economía objetiva sino con su aspecto cultural, que requiere también de equilibrio para garantizar la igualdad.
La menor valoración social no solo es consecuencia de la desigualdad económica, sino que puede también ser causa de la misma, en una estrecha interrelación de doble sentido. El caso de las mujeres puede ser paradigmático. Los datos muestran una brecha salarial de hasta un 24% respecto a los varones, situación que proviene de una menor valoración de lo femenino —la condición de segundo sexo que diría Simone de Beauvoir—, y que conduce sin duda a la feminización de la pobreza. Hallarse en profesiones poco remuneradas y de menor prestigio revierte en menores posibilidades de promoción y valoración: el famoso y persistente techo de cristal.
Hasta ahora, las políticas públicas han fracasado tanto en la redistribución económica como en el reconocimiento social. Son políticas ni-ni que difícilmente conducirán a la igualdad. ¿Algún gobierno se atreverá a cambiarlas?
Sara Berbel Sánchez es doctora en Psicología Social.
Fuente: El País