Pedro Luis Angosto
Foto Francisco Martínez. (Marea Blanca)
Hasta la entrada en vigor de la Ley General de Sanidad de 1986, la medicina pública española era un batiburrillo en el que convivían profesionales de la salud que habían viajado y estudiado con verdadera vocación y aquellos que creían que los incipientes hospitales públicos eran una extensión de su casa o de la clínica privada para la que trabajaban. De todos es sabida la existencia de verdaderos palacios sanitarios en los grandes hospitales para tratar a aquellos enfermos con pedigrí y dinero. Aquella ley, quizá la mejor que se ha elaborado desde que se aprobó la Constitución, pretendía que los médicos optasen entre medicina pública o privada, es decir entre medicina y negocio, pero Ramiro Rivera, que había acrecentado su “fortuna” durante el franquismo, al frente de la Organización Médica Colegial, logró aglutinar a la parte más conservadora del gremio poniéndolo en pie de guerra contra el ministro Ernest Lluch. Fruto de las movilizaciones corporativas de la OMC fueron las reformas a que fue sometido el proyecto de ley, permitiendo al final la compatibilidad entre el trabajo público y el privado. Han pasado casi treinta años desde entonces y los vicios que quiso corregir aquella norma han vuelto a aflorar de forma insidiosa: Hace unos días hemos conocido –y es sólo un ejemplo de una práctica muy extendida- que médicos que trabajaban en la pública y la privada utilizaban los medios de la primera –concretamente del Hospital Gregorio Marañón de Madrid- para hacer pruebas a sus pacientes de la segunda. El Estado corría con los gastos, ellos y sus clínicas con los beneficios. En un país normal, acostumbrado a las prácticas democráticas, esto habría sido algo absolutamente escandaloso y habría supuesto la expulsión de la profesión de todos los implicados, aquí, como tantas otras cosas, no pasa nada.
Para atreverse a utilizar medios públicos al servicio de intereses privados tienen que darse una serie de circunstancias, la permisividad absoluta de las instituciones con la corrupción del tipo que sea siempre que venga de los suyos, la laxitud de los controles e inspecciones y la existencia de un proyecto privatizador indisimulado.
Antes de la tremenda crisis-estafa de 2007, tres comunidades autónomas habían comenzado a privatizar la Sanidad Pública de modo pausado y progresivo. Dos de ellas, Madrid y Valencia, sin ocultarse, promoviendo directamente la externalización de servicios o la gestión por empresas con ánimo de lucro de hospitales públicos. La otra, Cataluña, de modo menos ruidoso pero más eficaz, hasta el punto de situar a uno de los máximos representantes de la clínicas privadas, Boi Ruiz, al frente de la Consellería de Sanidad, cargo desde el que dio un impulso brutal a la cesión de presupuestos y medios públicos –el hospital Clinic de Barcelona, entre otros- a los mercaderes de la salud sin que hayan existido protestas del calibre que tal estrategia merece.
Como denuncia Àngels María Castells, al frente de una de las plataformas más combativas contra el expolio sanitario, Dempeus per la salut, “con una sanidad pública hundida, nuestra sociedad difícilmente mantendrá los equilibrios sociales”, y es que en una sociedad clasista como la que están construyendo de nuevo tanto el gobierno central como la mayoría de los gobiernos periféricos, se está optando por un modelo sanitario público residual que asista a la mayoría como pueda, y otro que, parasitario del público, atienda en hoteles de lujo a quienes disfrutan de poder, rentas altas o ambas cosas a la vez. Los recortes sanitarios efectuados tras la crisis, más feroces en aquellas comunidades gobernadas por el Partido Popular o Convergencia i Unió, no responden a una preocupación por el gasto público, sino a una decisión oportunista perfectamente urdida que pretende, mediante el despido de miles de profesionales y la paralización de la renovación tecnológica, empobrecer el Sistema Nacional de Salud hasta hacerlo inviable, porque inviable es un sistema que cita a un paciente para operarle de una angina de pecho seis meses después de habérsela diagnosticado. Las listas de espera propiciadas por los recortes sin precedentes están provocando que ante la alternativa de esperar o morir, muchos pacientes opten por contratar un seguro privado con las empresas que entienden que la salud es uno de los negocios con más futuro siempre que se cuente con aliado tan poderoso como cuenta al frente de la Cosa Pública, sin embargo, tal como dice Àngels María Castells esa estrategia mercantilista y codiciosa está creando una fractura social que será muy difícil recomponer: La esperanza de vida de los españoles pobres ha comenzado a descender desde la implementación de esas políticas criminales, sólo quienes más rentas tienen podrán, de seguir esto así, gozar de los derechos sanitarios que hasta hace poco gozábamos todos.
Por otra parte, no se puede olvidar dentro de la estrategia de acoso y derribo a la Sanidad Pública, que es el mayor logro histórico de una sociedad, la permisividad con que los gobiernos privatizadores tratan a los laboratorios farmacéuticos anteponiendo los hipotéticos derechos de autor de éstos al derecho a la salud de los ciudadanos. Ninguna patente clínica puede privar de curación a un enfermo, ninguna arruinar al Sistema Nacional de Salud mediante una política de precios disparatada. La mayoría de los descubrimientos farmacéuticos se hacen en hospitales y universidades públicas, luego los laboratorios transnacionales los compran, comercializan e imponen precios en régimen de monopolio. Ante esa coyuntura, cualquier gobierno democrático que defienda la salud pública sólo tiene una opción: Copiar la patente y comercializarla al precio mínimo posible. Si “fabricar” el tratamiento que hoy cura la hepatitis C cuesta 50 euros es intolerable que la multinacional que lo vende quiera cobrar 60.000.
Estados Unidos, con un modelo basado primordialmente en la medicina privada, gasta más del doble que España en Salud, sin embargo amplísimos sectores de la población no tienen acceso a ella y su esperanza de vida es sustancialmente inferior a la de los españoles. En los últimos treinta años, los españoles fuimos capaces de construir uno de los mejores sistemas de salud del mundo –lo que nos debería hacernos sentir enormemente orgullosos-, empero las políticas ultraconservadoras llevadas a cabo por los gobiernos de los últimos años pretenden acabar con él para entregárselo a las garras destructoras de los mercados. En esa empresa no sólo están políticos, clínicas privadas y empresas farmacéuticas, sino también profesionales de la medicina que sueñan con tener cuentas multimillonarias en las Islas Caimán a costa de la salud o la enfermedad de millones de personas. Es preciso que seamos conscientes de lo que nos jugamos, del atentado brutal a nuestro presente y nuestro futuro, de que están convirtiendo la Salud Pública en el mayor botín jamás conocido y que sólo será superado cuando conquisten las pensiones. Ante esa situación en extremo grave, es menester rebelarse, dejando claro a quienes tales políticas defienden y ejecutan que sus días están contados.