Los medios nos ofrecen a diario un carrusel del cinismo de las élites dirigentes
Javier Rodríguez actúa conforme a lo que ve y oye. Y ha visto cómo el presidente del Gobierno ha hecho de la elusión de responsabilidades un arte. Rajoy tiene al tesorero del partido que preside en la cárcel, responsable de pagar sobresueldos en negro, de llevarse dinero y de gestionar una caja de financiación ilegal. Es el máximo responsable político de este caso, porque los dineros de un partido no son una cuestión ajena a quien lo preside, y no ha dimitido. Decidió, por motivos electorales, retirar una ley, la del aborto, que había presentado como una cuestión de principios, para salvar a España de un desatino moral. Lejos de asumir la responsabilidad, ha encontrado en el narcisismo de Gallardón el chivo expiatorio adecuado. Y frente a la cadena de despropósitos de la crisis del ébola, lo único que se le ocurre es contarnos que “mis colegas europeos me dicen que las cosas se han hecho muy bien en España”, mientras da una palmadita de apoyo a la ministra Ana Mato.
La derecha convierte las desgracias de los ciudadanos en merecido castigo por sus culpas
No es sólo eso. Javier Rodríguez se hace eco de una cultura de desdén hacia la sanidad pública muy extendida en un PP que cree que sólo en lo privado está la salvación. Y se suma a la ideología, cada vez más instalada en la derecha política y social española, que convierte las desgracias de los ciudadanos en merecido castigo por sus culpas, ya sean la pobreza, el paro, la enfermedad o el desahucio.
Los medios nos ofrecen a diario un carrusel del cinismo de las élites dirigentes. Afamados predicadores, como Pujol o el sindicalista Fernández Villa, atrapados en la quimera del dinero; exministros, empresarios, catedráticos, dirigentes políticos y sindicalistas utilizando tarjetas de crédito en negro para sus horas de vino y de rosas; fracasos como el de la plataforma gasística Castor y las radiales de Madrid con sospechosos saldos positivos para algunas compañías; y así cada día un caso nuevo. El espectáculo entra directamente por los ojos y por los oídos de los ciudadanos y abre una inmensa brecha de desmoralización. Escuchar las voces de estos actores poseídos por la codicia pidiendo austeridad, sacrificios y reducción de los salarios es un alegato sobre la fatua condición de las élites. Y la historia nos enseña cómo la ciudadanía tiende a mimetizar, a su escala, los comportamientos de las clases dirigentes.
De momento hay todavía espacio para la indignación y la protesta. O la reacción ciudadana se traduce políticamente, o la deriva autoritaria es imparable. La cultura del desdén y de la impunidad, propia de la aristocracia, es incompatible con la democracia. La sociedad se está rompiendo por arriba.